Si estás leyendo esto, el aviso va dirigido a ti. Cada palabra que leas de esta letra pequeña inútil, es un segundo menos de vida para ti. ¿No tienes otras cosas que hacer? ¿Tu vida esta tan vacía que no se te ocurre otra forma de pasar estos momentos? ¿o te impresiona tanto la autoridad que concedes crédito y respeto a todos los que dicen ostentarla? ¿lees todo lo que te dicen que leas? ¿Piensas todo lo que te dicen que pienses? ¿Compras todo lo que te dicen que necesitas? Sal de tu casa, Busca a alguien del sexo opuesto. Basta ya de tantas compras y masturbaciones. Deja tu trabajo. Empieza a luchar. Demuestra que estás vivo. Si no reivindicas tu humanidad te convertirás en una estadística. Estás avisado.
Tyler Durden (El club de la lucha)
Si hay algo que desde luego no se le puede reprochar a la cultura del entretenimiento a día de hoy, en especial la dirigida a jóvenes, es ofrecer poca variedad de personajes, de fenotipos físicos y psicológicos, perfiles humanos, super-humanos y alienígenas, tramas y traumas: un mutante a los que tras procesos quirúrgicos e inimaginables sufrimientos recubrieron el esqueleto con adamantium y que siente una irresistible predilección por fumar puros, Lobezno, de los X-Men. Un lactante obsesionado con las armas de fuego y artilugios maquiavélicos, con una marcada admiración por Hitler y que dedica todo su tiempo en urdir planes para matar a su madre, Stewie Grifin, de Padre de familia. Un profesor de química que comienza a fabricar metanfetamina al recibir la noticia de que padece cáncer terminal y acaba convirtiéndose en el amo del mercado ilegal, Heisenberg, de Breaking Bad. Un superhéroe con amnesia y alcohólico que destroza todo a su paso, John Hancock, en la película homónima. Un mapache inteligente y antropomórfico venido de un planeta-colonia para enfermos mentales en la que las mascotas eran manipuladas para darles inteligencia humana, Rocket Raccoon, de Los guardianes de la Galaxia…
La lista podría ser tan extensa como para ocupar ella sola varios textos como este. Pero lo que aquí nos interesa no es lo que les diferencia, sino todo lo contrario, lo que comparten. ¿Puede haber algo con tantísima y tan exótica variedad? Pues sí, por lo menos comparten un denominador común que se expresa de dos formas diferentes complementarias entre sí: la primera radica precisamente en esa amplísima variedad, en esas diferencias tan extremas… ni uno solo de ellos es, como sucede con la mayoría de los personajes en muchas películas de Almodóvar, ni un poquito normal, ni una pizca. La segunda es que a ninguno de ellos, a ni uno, le gusta la sociedad, a ninguno le gustan las normas sociales, ni las convenciones, ni los formalismos, ni nada que desprenda el más leve tufillo a buena educación, modales, cortesía o respeto, cosas que se esfuerzan por pasarse por el fundamento en cuanto pueden… ¡ah!, y otra cosa, a ninguno de ellos le caes bien, lector. Nada, nada bien, que le vamos a hacer…
Este común denominador, que también lo es de la cultura del entretenimiento adulto, ya que uno de sus rasgos fundamentales, (que asume sin ningún tipo de complejos) es la infantilización generalizada, lo que se ha venido a llamar el síndrome de Peter Pan, así como la disolución de las barreras entre cultura juvenil y adulta, es lo que se denomina sociopatía, clínicamente denominado Trastorno de personalidad antisocial. Este trastorno, si bien comparte ciertas características con la psicopatía, no es lo mismo que esta última, originándose muchas veces como mecanismo de defensa frente a la crítica y el desprecio que sienten de la sociedad, algo que comparten todos estos personajes, lo que lleva al aislamiento, a la evitación, a reforzar su egocentrismo y exaltar su diferencia, así como a la búsqueda obsesiva por romper con toda forma de exigencia social. Por supuesto, así contado, el sociópata parece un personaje bastante triste y la realidad es que la mayoría de las veces lo es, como nos muestra la famosa historia de Phineas Gage que, aunque por razones que no tenían nada que ver con las anteriores, terminó sufriendo todos los síntomas de este trastorno. Sin embargo, y eso es precisamente lo peligroso, la mistificación de este tipo de personajes en la cultura del entretenimiento los recubre de cualidades y habilidades que les hace terriblemente atractivos, irresistible y fascinantemente atractivos. Solo hay que pensar en el sociópata por antonomasia: House. Inteligente, brillante incluso, el mejor sin comparación en lo suyo, creativo, culto, ingenioso, cinturón negro en las artes marciales de moda, el “troleo” y los últimamente tan famosos “zascas”… alguien a quien millones de personas terminaron idolatrando y convirtiendo en su alter-ego, pero que a nadie, a nadie en su sano juicio que yo conozca por lo menos, de forma realista, le gustaría tener ni como compañero de trabajo ni como amigo ni mucho menos como médico.
Aunque, como digo, ser un sociópata no es lo mismo que ser un psicópata, muchas veces la cultura de entretenimiento se desplaza de uno a otro, presentando como modelos, por razones que en el fondo son muy similares, a radicalizaciones de ese odio por la sociedad, personajes simple y llanamente monstruosos. La historia de la heroización de este tipo de personajes en el cine dio un gran paso, como no podía ser de otra forma, a comienzos de la posmodernidad, poco después de que comenzasen los años ochenta, cuando los productores de la película Pesadilla en Elm Street se dieron cuenta de que el conocidísimo personaje Freddy Krueger se había convertido, sin tener ni idea de cómo y sin que esa fuera su intención, en el ídolo de millones de adolescentes y de jóvenes. A partir de ese momento muchos asesinos brutales correrían la misma suerte como Leatherface, de La Matanza de Texas o Hannibal Lecter, del Silencio de los corderos o de la serie que lleva su nombre, hasta el punto de que, a día de hoy, son más la regla que la excepción, con personajes como Jigsaw en Saw, Dexter en la serie homónima, Darth Vader, que ha conseguido desplazar en popularidad a todos los demás personajes de La guerra de las Galaxias o el Joker en la segunda entrega del Batman de Christopher Nolan.
El caso de este último es paradigmático de esta evolución de las identificaciones. Si en los años cincuenta y sesenta el superhéroe por excelencia era Superman, con el paso de los años se le va viendo como un personaje demasiado simplón, santurrón, algo bobo y, sobre todo, excesivamente dado a una desmesurada empatía, recibiendo probablemente la estocada final con la novela gráfica El regreso del caballero oscuro de Frank Miller, que deja paso a la fascinación por un Batman (no el Batman de los sesenta y setenta, sino una reinterpretación de éste), con un lado oscuro mucho más marcado. Sin embargo, desde la excepcional interpretación de Heath Ledger del personaje de Joker en El caballero oscuro, el personaje de Batman queda relegado a un segundo plano, siendo el Joker, un brutal psicópata sin ningún tipo de escrúpulos, el que absorbe para sí la mayor parte de la fascinación del público joven hasta el punto de obligar a lanzar El escuadrón suicida, en la que él (ya no interpretado por Ledger, ya que el actor se suicidó) era uno de los protagonistas junto a un grupo formado por los “villanos” más sanguinarios de la historia del comic.
Sin irnos a caracteres tan extremos, el sociópata por excelencia hoy en día es Deadpool, una mezcla entre Tyler Durden, de El club de la lucha, la quintaesencia del ello freudiano, pura animalidad, impulsividad e instinto ciego a cualquier exigencia social y moral, y Lobezno, el mutante de los X-Men citado al principio, cuya mutación consiste en auto-regenerarse a nivel orgánico, solo que aún más radical hasta el punto de que Lobezno, a regañadientes, pertenece a un grupo, los X-Men , mientras que Deadpool es capaz de cortarse una mano (literalmente) para evitar entrar en él y poder llevar a cabo su venganza.
La película ha tenido tanto éxito que ya se ha rodado la segunda parte, que se estrenará el próximo año, probablemente junto a una serie de animación sobre el personaje. Yo la primera entrega la vi con mis sobrinos. Fue una extraña sensación disfrutar de lo lindo con ella (porque sí, me pareció magistral) y al mismo tiempo verles a ellos con los ojos como platos, fascinados con el personaje, absorbiendo todas las borderías y salvajadas que salían por su boca mientras me preguntaba: ¿realmente este es el modelo de persona que quiero que imiten? Porque esa es, creo yo, la pregunta esencial.
Como escribe Adam Kotsko, en su libro Sociópatas, en el que hace un análisis sobre el fenómeno en las series para adultos fundamentalmente y cuya lectura recomiendo (trataré siempre de recomendar alguna lectura relacionada con el tema en estos textos), lo bueno de todo esto es que “apunta con claridad a un sentimiento de insatisfacción con una sociedad rota”, una sociedad que muchas veces se vuelve alienadora e injusta y que, en mayor o menor grado, a todos nos hastía en muchos momentos de nuestra vida, pero en la que debemos vivir haciendo lo más felices que podamos a los que están a nuestro alrededor, colaborando con ellos en nuestro y en su crecimiento como seres humanos ¿Realmente queremos sociópatas o psicópatas como modelos de nuestros hijos, sobrinos, alumnos? ¿Queremos expertos en el desprecio generalizado, en la bordería, la chulería, la descortesía y la mala educación, seres incapaces de crear vínculos más allá de un estrechísimo círculo, a veces ni eso, como ejemplos a seguir? ¿Tiene algo que ver todo eso esto con la educación que les damos como padres o maestros o es más bien justo el polo opuesto a los valores que estamos tratando de inculcarles?
No soy nada moralista, no me gustan los finales cargados de moralina ni mucho menos el adoctrinamiento en decir siempre que sí, en obedecer, ser dócil y complaciente sistemáticamente y porque sí. Mi preocupación, además, no es solo cómo profesor o tío, sino también como sociólogo. Porque si la pregunta más importante como educador es si queremos a estos personajes como modelos, la que se ha de plantear todo sociólogo ante este fenómeno es: ¿cuántos Tyler Durden, cuantos House y cuántos Deadpool puede soportar una sociedad y seguir siendo mínimamente funcional como tal sin venirse abajo? Incluso más radical, ¿puede existir algo semejante a una sociedad si sus miembros no aceptan por lo menos un poco de ese “malestar en la cultura” del que escribía Freud al exponer el sacrificio que hemos de hacer de nuestro Tyler Durden interior para acceder a los beneficios (que no son pocos) de la colaboración en sociedad? La respuesta está muy clara, y se puede ver en la pantalla grande al final de la película que protagoniza, el Club de la lucha. De hecho, en todas esas películas y series estos personajes son los únicos que existen como ellos, sin excepción. Sería imposible que fuera de otra forma. Lo que nos lleva a varios temas fundamentales para la comprensión de muchos de los problemas que aquejan nuestras sociedades occidentales, en general, y a la española en concreto: la atomización social, la falta de un tejido social capaz de articular respuestas frente a agresiones externas e internas, el joven anarca… pero ya habrá tiempo de irlos abordando mas tranquilamente en próximos artículos.
Autor: Juan María González-Anleo