Es común que los debates sobre los jóvenes oscilen entre dos representaciones exageradas y problemáticas. La primera considera al joven como un héroe solitario capaz de superar todos los obstáculos, siempre que realice los esfuerzos personales necesarios. La segunda, que tiende a ser perversamente moralizante, desconfía de los jóvenes, de sus gustos, sus valores, de los espacios-tiempos de sus relaciones y de las capacidades de tomar decisiones con libertad y responsabilidad personal y social. Entre esas dos figuras narrativas alienadas sobre los jóvenes, el “joven héroe” y el “joven problema”, existen múltiples maneras reales de ser joven, que exigen a las instituciones del mundo adulto, especialmente las familias y las escuelas, un esfuerzo continuo de escucha y diálogo.
La juventud se define según un rango de edad. En Brasil, se consideran jóvenes a quienes tienen entre 15 y 29 años (Estatuto de la Juventud) y se consideran adolescentes a las personas con edades comprendidas entre los 12 y los 18 años (Estatuto del Niño y el Adolescente – ECA). En 2017, Brasil tenía 48,5 millones de jóvenes entre 15 y 29 años. Pero la “juventud” también se produce a través de las representaciones sobre las edades. Estas representaciones pueden adquirir el carácter de estigma –imagen deteriorada– cuando se trata de jóvenes que no se encajan en un patrón de blanco, masculino y dominante de una sociedad que se estructuró a partir de la desigualdad entre las clases sociales, bajo el amparo del patriarcado y por una pesada herencia esclavista que, incluso después de más de un siglo después de la abolición de la esclavitud, todavía incide negativamente sobre la población negra e indígena. La pobreza, la falta de oportunidades sociales y económicas para los jóvenes habitantes de los territorios empobrecidos y la representación negativa, que transforma a los negros en objetivos preferenciales de las fuerzas policiales, hace que el índice de asesinatos de jóvenes negros sea superior al de cualquier otro segmento de la población. Las víctimas de homicidio en Brasil tienen un color.
Según el Atlas de la Violencia (2019:49)[1]:
En 2017, el 75,5 % de las víctimas de homicidio fueron negros (que aquí se definen como la suma de los individuos negros o pardos, según la clasificación del IBGE); la tasa de homicidios por cada 100 mil negros fue de 43,1, mientras que la tasa de no negros (blancos, amarillos e indígenas) fue de 16,0. O sea, proporcionalmente a las respectivas poblaciones, para cada individuo no negro que sufrió un homicidio en 2017, fueron asesinados aproximadamente 2,7 negros. En 20 años (entre 1997 y 2017), el número de jóvenes negros asesinados aumentó un 429 %, en comparación con un 102 % de los jóvenes blancos.[2]
Cuando decimos que no existe “la” juventud, sino juventudes, queremos enfatizar la multiplicidad de formas de ser joven en un mundo de desigualdades, violencia y oportunidades distribuidas de forma diferenciada de acuerdo con el color de la piel, el género, la clase social y el lugar de residencia.
En el Brasil actual, las recetas económicas neoliberales se convirtieron en políticas de gobierno. La reducción del papel del estado, la abolición de los derechos sociales y laborales y el desmantelamiento de las políticas sociales de combate a la pobreza promueven la profundización de las desigualdades y aumentan el nivel de incertidumbre de los sectores más desprotegidos de la sociedad. El estado y las múltiples instituciones sociales no generan estructuras suficientes para apoyar el tránsito de los jóvenes de los sectores empobrecidos de la sociedad rumbo a la vida adulta. Esta constatación sobre el agravamiento de las condiciones de vida nos parece vital para comprender las condiciones de las cuales los jóvenes pobres parten para relacionarse y seguir asistiendo a la escuela.
En las sociedades donde el trabajo se ha vuelto flexible, pero también precario y desprotegido, en contextos de la vida y el trabajo en los que la noción de progreso y carrera desaparecen y las garantías sociales ya no se imponen como un imperativo de las conquistas de clases y organizaciones de trabajadores, el campo de la inserción laboral se vuelve cada vez más incierto e individualizado. Los intensos procesos de tercerización y desprotección social de la fuerza laboral, de disminución de la relevancia de los sindicatos y el predominio en el mercado de trabajo de empresas de intermediación de trabajadores precarizados pautan ese proceso de fragmentación del campo laboral.
Es innegable el lugar del trabajo en la constitución de la vida social y de las individualidades. Sin embargo, es evidente que el trabajo ya no tiene el papel integrador que asumió en otros momentos de la historia de las sociedades, principalmente las urbanas. La identidad del trabajo se articula con otras dimensiones de la sociedad, ya sean de género, raza, generación o territorio y cultura. Algunas de las características que surgen de los estudios sobre la relación entre los jóvenes y el trabajo indican que esas otras referencias se manifiestan en el cuadro de la fragilización del lugar de trabajo y de los diplomas profesionales en la constitución del “ser trabajador”. Y en este cuadro es posible señalar como elementos de esa indeterminación identitaria el peso de la informalidad, de la desprotección en el campo de los derechos, de la indeterminación de las trayectorias que ya no son previsibles, tal como lo indicaba el sentido de “carrera”, la pluriactividad y la heterogeneidad de las actividades, ya sea por la alternancia o la concomitancia de las jornadas diarias, semanales o mensuales. A esto se suma la fuerte atracción de los espacios-tiempos del consumo y de los sentidos culturales de la acción individual y colectiva en los tiempos libres y en la producción de las subjetividades juveniles.
Los jóvenes de las clases populares emprenden una dura y desprotegida lucha que combina el trabajo y la permanencia en la escuela. Sin embargo, hay que decir que en este contexto de incertidumbre creciente y de disminución de los márgenes de previsibilidad del futuro, los jóvenes, a pesar de que no renuncien a la escuela, desconfían de la fuerza de los títulos y de la validez de los saberes escolares formales para la búsqueda de trabajo.
Frente a los imperativos de la superación de las necesidades objetivas y de la construcción del propio campo de autonomía, la “construcción de sí mismo” se produce en un campo de fuertes interdicciones económicas y simbólicas, que tienden a agravarse cuando no hay respaldo en forma de políticas estructurantes y efectivas para la realización de la travesía entre los mundos de la familia, la escuela y el trabajo.
Es posible notar que, incluso frente a restricciones graves en el campo de la protección social y de la existencia de oportunidades de inserción productiva reales, los jóvenes buscan alternativas e inventan la vida en maneras diferentes y creativas.
Reconocidas las distinciones que posicionan a los individuos jóvenes en diferentes lugares sociales y culturales, es preciso reconocer también el rasgo generacional común con relación a las intensas transformaciones personales y sociales relacionadas con el amplio proceso de desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) y de las redes sociales tecnológicas y digitales.
Los jóvenes tienen hoy en día un campo de autonomía mayor frente a las instituciones del llamado “mundo adulto” para construir sus propios acervos e identidades culturales. Hay una vía de doble sentido entre lo que heredan y la capacidad de cada uno de construir sus propios repertorios culturales. Si, por un lado, en sociedades simples y de autoridad verticalizada el “yo” es una herencia, por el otro, uno de los principios organizadores de los procesos productores de las identidades en sociedades complejas se relaciona con el hecho de que los sujetos seleccionan las diferencias con las cuales quieren que se los reconozca socialmente. Eso hace que la identidad sea mucho más que una elección y un trabajo de reflexión sobre uno mismo que una imposición. Una de las tareas más importantes de las instituciones educativas sería la de contribuir para que los jóvenes puedan tomar decisiones conscientes sobre sus trayectorias personales, para que constituyan de manera autónoma sus propios repertorios de valores y conocimientos.
Los jóvenes hacen sus tránsitos hacia la vida adulta en el contexto de sociedades productoras de riesgos, muchos de ellos experimentados de forma inédita, como el desempleo continuo, la amenaza de la destrucción del medio ambiente y las múltiples violencias en áreas urbanas y rurales, pero también experimentan procesos sociales con mayores campos de posibilidades para la realización de apuestas para el futuro. La escuela, en especial la enseñanza media, se constituye en un espacio-tiempo cultural privilegiado de promoción de apoyos para que los jóvenes elaboren sus proyectos personales y profesionales para la vida adulta.
La escuela se encuentra frente a individuos que son mucho más que alumnos y alumnas. Los múltiples tiempos y espacios de constitución de las subjetividades juveniles trascienden ampliamente el espacio-tiempo de la escuela. Los adolescentes y los jóvenes instauran vidas cotidianas cada vez más autónomas de interacciones que los apartan de las referencias del mundo adulto, en particular, de sus padres y profesores.
Es posible hablar de una “esfera de autonomía juvenil” (Barrière, 2011).[3] Los adolescentes de hoy realizan numerosas actividades fuera de la escuela (no solo de entretenimiento), que constituyen verdaderas inversiones personales mediadas por el gusto individual. Este verdadero “currículo” no escolar, desarrollado en torno a las actividades explícitamente educativas y otras directamente relacionadas con la sociabilidad, conforma un conjunto heterogéneo de actividades que, a través de los grupos de pares y de la cultura juvenil, amplían la autonomía. De esa manera, “los tests”, pruebas o retos no serían tan solo los de la escuela, sino los de este amplio campo de actividades de ocupación del tiempo juvenil. Y, en el caso de los jóvenes brasileños, el tiempo dedicado a actividades relacionadas con el mundo del trabajo es significativo, especialmente para los jóvenes de las clases populares. En otras palabras, a partir de eso podemos deducir que la escuela no está sola en el “universo educativo”. Así, la institución escolar y sus profesionales deben aprender el arte del diálogo con otros espacios-tiempos constituidores de las experiencias y subjetividades de sus jóvenes estudiantes.
Para Marilia Sposito (1999)[4], las culturas juveniles se presentan como campos de posibilidades “de prácticas colectivas e intereses comunes, sobre todo en torno a los diferentes estilos musicales”. Los jóvenes estarían más motivados a involucrarse en temas culturales, en comparación con el apartamiento de las formas tradicionales de participación política. La música -un elemento importante de la cultura juvenil- se presenta así como aglutinadora de sociabilidades y, por eso, permitiría a los jóvenes la posibilidad de participación y actuación efectivas en las cuestiones relacionadas con su comunidad y como interlocutora con determinados sectores de la sociedad civil. Es necesario admitir la existencia de una importante diversidad de prácticas colectivas entre los jóvenes, aún poco visibles y escasamente investigadas.
La escuela silencia y promueve la invisibilidad de aquellas prácticas culturales y políticas que no se encajan en la cotidianidad escolar institucionalizada y poco abierta a la expresividad juvenil. En ese contexto, el joven es homogeneizado en la condición de alumno que necesita responder de forma positiva a los patrones del “ser estudiante” que busca la institución. De modo general, son pocos los márgenes para el diálogo entre lo que la institución busca emprender como proyecto educativo, las prácticas juveniles e incluso las experiencias singulares de sus jóvenes estudiantes. En sociedades de alta complejidad como las nuestras, el individuo autónomo es el resultado de una intensa y continua «construcción” de sí mismo.
Frente a la inseguridad y la incertidumbre ante el futuro, los jóvenes encuentran refugio en el presente. El descrédito de las instituciones puede significar una respuesta crítica a lo que heredaron del pasado o incluso una incapacidad de imaginar el futuro como esperanza. El refugio en la “utopía del consumo” en el tiempo presente puede expresar la experiencia de subjetividades fragmentadas, que no dialogan con las dimensiones temporales del pasado y el futuro. Sin embargo, es en la comprensión de los procesos históricos y en la imaginación de nuevos mundos posibles donde los jóvenes crean condiciones para el surgimiento de oportunidades en ese cuadro social de incertidumbre y bloqueo del desarrollo de las biografías juveniles; bloqueos más graves en la medida en que los jóvenes tienen menos oportunidades y apoyos sociales y familiares.
Es en la perspectiva de la creatividad posible que las familias y las escuelas necesitan prestar atención especial a los espacios de sociabilidad y a las conectividades digitales, no con el objetivo de controlar espacios-tiempos e iniciativas juveniles, sino de comprender los flujos y sentidos de las interacciones y experiencias. En este diálogo, que no siempre es fácil entre las generaciones, podemos contribuir para el surgimiento de nuevas comunidades educativas comprometidas con la vida democrática. Este es un desafío civilizatorio de un tiempo en el que la destrucción de los derechos sociales, la intolerancia con la diferencia y la mercantilización de las relaciones y de la propia vida ganan espacio como respuestas agresivas al cuadro de crisis económica estructural, la escasez de oportunidades, las alteraciones climáticas y las profundas contradicciones sociales.
Las escuelas tienen que constituirse como comunidades socioculturales que pongan en discusión todos los conocimientos desde una perspectiva histórica y social. Las escuelas deben ser capaces de establecer un equilibrio entre la competición y la cooperación en el juego del aprendizaje. Y no deben esquivar la promoción de diálogos mediados democráticamente sobre diversos aspectos de la vida social y política que involucren a la comunidad escolar y la vida social más amplia. Las escuelas deben ser democráticas, en definitiva, para transformar los conflictos y los problemas en posibilidades de superación que amplíen formas de conocer e intercambiar experiencias orientadas a la convivencia con la diferencia, la negación de la intolerancia y la actualización de los sentidos éticos y políticos de las nociones de ciudadanía y democracia en el tiempo presente.
Autor: Paulo Carrano
*Profesor (PhD) de la Facultad de Educación de la Universidad Federal Fluminense. Coordinador del grupo de Investigación Observatório Jovem de Río de Janeiro. Investigador del CNPq – nivel 2.
Notas:
[1] Atlas da violência. /Organizadores: Instituto de Pesquisa Econômica Aplicada; Fórum Brasileiro de Segurança Pública. Brasília: Río de Janeiro: São Paulo: Instituto de Pesquisa Econômica Aplicada; Fórum Brasileiro de Segurança Pública, 2019.
[2] Ver la investigación realizada por la Fundación Abrinq en: Carta Capital. Los asesinatos de jóvenes negros en Brasil aumentan un 429 % en 20 años. Disponible en internet: https://www.cartacapital.com.br/sociedade/assassinatos-de-jovens-negros-no-brasil-aumentam-429-em-20-anos/ Consultado el: 19 ago. 2019
[3] BARRÈRE, Anne. L’éducation buissonniàre: Quand les adolescents se forment par eux-mêmes. París: Armand Colin, 2011. 228 p.
[4] SPOSITO, Marilia Pontes. Uma perspectiva não escolar no estudo sociológico da escola. Revista USP, São Paulo, v. 1, n. 57, p.210-226, mayo de 2003. Disponible en: <http://www.revistas.usp.br/revusp/article/view/33843>. Consultado el: 03 jul. 2016.